Artículo de nuestro socio Ángel Aznárez, notario y ex magistrado del TSJ de Asturias.

Allá por el año 2011 leí las historias que Gonzalo Hidalgo Bayal cuenta en su libro Conversaciones; me gustó la siguiente frase allí escrita: “Se aprende más leyendo muchas veces un mismo libro que leyendo una sola vez muchos libros distintos”. Efectivamente, la lectura de las dos epopeyas homéricas, La Ilíada y La Odisea, primeras creaciones literarias del genio de Occidente, siguen siendo, para mí, fuente inagotable de meditación. Y acaso lo sean cada vez más, a medida que crecen las lecturas de esos dos libros.
Tuve la gran suerte de haber podido dedicar un año entero, siendo adolescente, a estudiar La Ilíada, con la ayuda de la traducción del griego al español, efectuada por Luis Segalá, en un texto cuya primera edición data de hace tiempo, que fue publicado en la mítica Colección Austral. Recuerdo haber comprado ese libro en la que fue Librería Santa Teresa, sita en la calle Pelayo de Oviedo.

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En los presentes tiempos de pandemia, llama la atención que las primeras líneas de la primera obra de la tradición literaria occidental, La Ilíada, comiencen con el tema de la peste. Una peste maligna y odiosa, de nueve días de duración, causante de estragos ignominiosos, haciendo arder densas e interrumpidas piras de cadáveres, y “en la que las huestes -del ejercito griego, sitiador de Troya- morían en rápida sucesión”. Por doquier, los venablos transmisores de la peste, lanzados por el dios Apolo, el del laurel, la lira, el arco y las epidemias, contagiaban en los campamentos de los guerreros aqueos. El mismo dios que decretaba las pestes, era el que decretaba su curación.

A punto estuvo de producirse la derrota de los griegos en la Guerra de Troya, en el noveno año de la misma, por culpa del imbécil, gran sinvergüenza según Aquiles, y terco rey, el griego Agamenón. A ese mismo y por su exclusiva culpa, el adivino Calcante atribuyó la plaga pestífera, ello como consecuencia de haber enfadado al divino

Apolo, el flechador, por no haber hecho caso a otro adivino y colega (o del mismo cuerpo funcionarial), llamado Crises, muy recomendado por ser sacerdote de Apolo, que, naturalmente, quería rescatar, como buen padre, a su propia hija Criseida, la de bellas mejillas, retenida a la fuerza por el griego.
No es extraño que un personaje como Agamenón, héroe aunque no dios, que en el Canto I de La Ilíada aparece como un caudillo hinchado de soberbia, muy crecido en el papel de jefe absoluto, muy ambicioso sin escrúpulos, sea cada vez más y poco a poco, un pobre hombre, primero en las manos de la inútil Casandra, a la que nadie tomaba en serio, y después siendo asesinado por su legítima esposa, la desleal Clitemestra. Y es que siempre acontece lo mismo, que las culpas de los imbéciles y “sobrados” dirigentes de pueblos, gobernantes y jefes supremos, por creerse dioses,  no siendo ni héroes tan siquiera, arrastran en su ceguera todo lo que pillan y apiñan. Siembran pestes y hacen arder las piras funerarias.

La ceguera del poder de Agamenón explica que a una persona como Crises, muy recomendado por sacerdote y adivino, que hasta hizo descender a Apolo muy irritado,de las cumbres del Olimpo, “lo haya alejado de mala manera”. Y es que Agamenón, como tantos otros después, se creyó no responsable, o que la peste provocada, no la provocó él queriendo. Fue ¡cosa de dioses! –pensó-. La irresponsabilidad, eso de que nunca pase nada, como las gentes intuyen y tantos lamentan, precisa del Poder, alimentado por el secreto y la mentira. A Agamenón nada le pasó, en principio, pues soltó a Criseida y la sustituyó por Briseida, quitándosela al paciente Aquiles. El problema le surgió después.

Los hombres nunca castigan a tiempo a los poderosos; los dioses menos, mucho menos; los dioses hacen lo que los hombres, sus inventores, deciden. Y porque el Poder es siempre desmesura, Apolo quiso que quedara escrito en su santuario délfico, ombligo de la tierra y templo, como todos los templos, lugar de delirios, el “nada en demasía”.

En el Museo Nacional de Atenas se puede ver la llamada máscara de Agamenón, datada en el siglo XVI antes de Cristo y encontrada en Micenas. A esa máscara de oro, dedica un brillante capítulo María Zambrano en su libro El hombre y lo divino, donde distingue entre la “momia egipcia”, encerrada en triple sarcófago para el viaje definitivo, y la “máscara de oro micénica” del héroe griego, figura redonda e imagen del sol, para reposar siempre y no para varias bobadas. Una máscara que cubrió un rostro humano, que, por ser máscara, distorsiona el verdadero rostro, como muy bien escribieron los italianos Pirandello y Moravia, expertos en mascaradas.

Dijo Borges al enterarse que el Premio Nobel de Literatura, correspondiente al año 1979 había sido concedido al griego Odiseas Elitis, que estaba satisfecho del hecho de que el premiado fuera griego, pues “todos –añadió- somos griegos y hebreos en el exilio”. Si lo griego (La Ilíada) comienza con una peste odiosa decretada por un dios, con piras de cadáveres, lo hebreo (La Biblia), al poco de decir el otro díos que le gustaba lo que había creado, arrepentido pronto,  decretó el diluvio, que fue otra especie de peste.

P.S. Enterado de la muerte de un gran viajero, Javier Reverte, es obligado aquí recordarle. Primero por ser el autor de un gran libro publicado en 1999, titulado Corazón de Ulises. Segundo por ser el auto de su último publicado este mismo año, Suite italiana, importante para los que quieran iniciarse en la literatura siciliana de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

Ángel Aznárez.

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